Cosas que hacemos sin saber por qué por Laura Casielles

Cosas que hacemos sin saber por qué

La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Laura Casielles aquí.

Cuando el otro día fui al súper, en fugaz y temerosa excursión, me acerqué a la sección de repostería como si no pasara nada. Obviamente, había leído por todas partes que las harinas y levaduras estaban agotadas, pero era como si mi mente no hubiera querido registrarlo, reacia tal vez a las cosas que le parecen demasiado improbables. Y, sin embargo, allí estaba el estante vacío, sin un sobre de Royal que echarme a la cesta. Era cierto, por lo visto: España entera se había puesto a hacer a la vez panes y bizcochos. Obviamente, debería haberme costado menos entender que iba a ser así, dado que yo también estaba ahí fruto de esa misma epidemia de amor al amasado, tras googlear concienzudamente qué clase de postres se pueden hacer en el microondas, tema por el que no me había interesado nunca antes en toda mi vida.

Somos seres tiernamente imitativos, las personas. No nos inventamos casi nada, aunque siempre creemos que estamos decidiendo. Nos pasa con todo en general. Al llegar a una ciudad vamos antes de nada a hacer la foto que hemos visto en mil postales; y cuando nos enamoramos seguimos uno a uno los pasos que conocemos por las películas. Tal vez buscamos mapas, como creyendo que así podremos evitar equivocarnos. O a lo mejor es que también el deseo se transmite por contagio.

Nuestra vivencia del mundo en tiempos de coronavirus no escapa a esto, claro. Como no hemos sido los primeros en llegar a nuestra propia situación, vamos copiando, con mayor o menor consciencia de ello, lo que han hecho antes otras personas. El primer fin de semana del estado de alarma, cuando aún no habíamos tenido tiempo ni de asimilar lo que estaba pasando, ya perfeccionábamos la performance de los balcones para que nos quedase, como mínimo, tan bonita como en Italia.

Escribía el otro día Ernesto García López que lo que se va diciendo, escribiendo, sobre la pandemia delimita de inmediato nuestro marco de interpretación, lo que queda dentro y fuera de lo pensable, de lo plausible. De igual modo, lo que mostramos y vemos en nuestras redes y en nuestros intercambios va configurando, a esa velocidad vertiginosa que solo saben generar los clics, una suerte de normatividad de cómo habitar esta extrañeza. Las imágenes se nos meten en el cuerpo, y antes de que nos demos cuenta ya estamos haciendo cosas, sin saber muy bien por qué: pan, o yoga, o dibujos de arcoíris. Cosas que tienen, sin duda, mucho sentido en las actuales circunstancias. Pero el mismo que podrían tener las macedonias, la calceta o la recuperación del juego del solitario.

No sé si os pasa, pero yo tengo la sensación de que vamos viviendo la cuarentena más o menos a través de las mismas fases. Imprevistos de la vida de cada cual aparte, hay como una onda expansiva que nos va llevando, con poco desfase temporal, por una sucesión análoga: al principio estábamos entusiasmados con las posibilidades del nuevo tiempo, luego pasamos a decir que verlo así era un irrespetuoso lujo de privilegiados, unos días después a refunfuñar a la vez sobre la cara mala del recién descubierto vecindario. Tengo la sensación de que todas las parejas confinadas juntas se pelearon en torno a los mismos días, y de que los bajones de las solitarias también se transmiten como un microbio que se alimentara de filtros de Instagram.

No quiero decir que las cosas no puedan surgir espontáneamente a la vez en distintos lugares. Lo que quiero decir es que no les damos ocasión. Y hay una diferencia enorme entre el primer italiano de nombre desconocido que salió al balcón a cantar por mero impulso; y cada uno de nosotros y nosotras cuando lo hacemos porque ya tenemos en la cabeza al italiano en cuestión. No pasa nada por querer replicar lo bueno, lo bello, lo que alegra: al fin y al cabo –igual que en los viajes y en el amor–, cuando nos adentramos en un terreno desconocido es lógico que queramos agarrarnos a algo; y, en esto de la pandemia, lo único que tenemos como referente es lo que les esté funcionando a quienes nos llevan unas semanas de adelanto en la exploración.

Pero lo que sí pasa es que, cuando actuamos por imitación, consciente o inconsciente, nos perdemos la posibilidad del momento mágico en el que ocurre algo nuevo. Sí: igual que en los viajes nos perdemos callejuelas por ir buscando postales; o en el amor nos perdemos placeres por andar emulando fotogramas. Además, en la idea que se deja aflorar no hay fallo; mientras que la copia de algo que ya hemos visto no nos va a proporcionar nunca –por su propia naturaleza– una total satisfacción.

Este fin de semana me lo tomé entero libre. (¿Llevada quizá por esa nueva fase de la cuarentena en la que la consigna colectiva es que no hay que ser productivas sino dejarnos fluir? Muy probablemente). Decidí no hacer ninguna clase de plan y mantenerme lo más alejada posible de las pantallas. Eso, en mis afortunadas condiciones de buena salud y nadie a mi cargo, me llevaba a una experiencia muy poco habitual: dos días por delante con la única obligación de decidir qué era lo que quería hacer. La idea de que fuera, además, algo fuera del ojo de las redes, algo que no iba a mostrar, hizo el resto.  Se me pareció a esa sensación que se tiene cuando viajas sola y te ves de pronto errando sin wifi por una ciudad en la que no conoces a nadie, llena de posibilidades.

Quizá es ahí, en la libertad que no necesita complacer ni teme juicios, donde pueden ocurrir cosas. Cosas que hagamos, también, sin saber por qué, pero de otra manera. Cosas que aparezcan por primera vez, cosas que estén vivas, cosas que nos sorprendan a nosotras mismas. Por pequeñas o torpes que sean, por aparentemente inanes que resulten, bien podría ser que en dejarlas salir sea en lo que reside la posibilidad de que, de pronto, alguna sea un milagro.

Ahora que estamos en casa, ahora que no nos ve nadie o tan solo esa gente elegida que debería constituir nuestro espacio seguro, podría ser buen momento para alejarse un poco de la necesidad de hacer de nuestras propias vidas una marca, y ver qué pasa.

A lo mejor, lo que pasa es algo de eso que una sí que quiere ir corriendo a contar, pero casi en secreto. Como cuando nos enamoramos, o cuando descubrimos un lugar escondido.

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