«la primera vez que vemos a una mujer tomar su pluma en defensa de su sexo» fue en la Francia del siglo XV. Así lo aseguraba Simone de Beauvoir, en su ensayo El segundo sexo, uno de los textos fundamentales del feminismo moderno. Esa primera feminista de finales de la Edad Media era Christine de Pizan, poeta y erudita que defendía ideas tan «revolucionarias» como que la inferioridad femenina en realidad no era natural y que si las niñas tuvieran una educación igual a la de los niños «aprenderían y entenderían las dificultades y las sutilezas de todas las artes y las ciencias tan bien como los hombres».
HIJA DE UN ERUDITO
A mediados del siglo XIV vivía en Venecia un médico originario de Bolonia, llamado Tommaso da Pizzano. Reconocido como estudioso y hombre sabio, llegó a ocupar el cargo de consejero de la Serenísima. Tommaso era un astrólogo reputado en toda Europa, hasta el punto de que dos monarcas europeos lo invitaron a prestar sus servicios: Carlos V, rey de Francia, y Luis el Grande, rey de Hungría. Quizá fue la reputación de intelectual y de amante de la cultura del rey Carlos lo que convenció a Tommaso de viajar a su corte. Su decisión fue acertada: lo recibieron con todos los honores y durante años gozó en Francia de una excelente posición económica y social.
Tommaso llegó junto a toda su familia, su esposa y sus tres hijos: Cristina, Paolo y Aghinolfo, nacidos todos en Venecia. Hombre de mente abierta, Tommaso se opuso a las opiniones más tradicionales de su esposa y decidió proporcionar una educación formal no sólo a sus hijos varones, sino también a su primogénita. Así, Christine, además de aprender a leer y a escribir, recibió lecciones de historia, filosofía y medicina. Con el tiempo también dispuso de libre acceso a la biblioteca del palacio real del Louvre, fundada por el propio Carlos V, germen de la actual Biblioteca Nacional de Francia.
ESCRITORA PRECOZ
Desde muy joven, Christine demostró dotes literarias particulares y compuso canciones y baladas que deleitaban a los miembros de la corte. Su padre, cada vez más cercano al rey Carlos V, hizo lo posible para que, al llegar a la edad de casarse, la joven pudiera contraer un matrimonio ventajoso. En 1380, a los 15 años, Christine se casó con Étienne de Castel, notario y secretario del rey, al que Tommaso eligió tanto por su posición como por su carácter. Y tenía razón al alentar la unión de ambos jóvenes. Fue un matrimonio feliz del que nacieron tres hijos: dos niños y una niña. Pero, por desgracia, en pocos años la suerte de Christine cambió.
Nacida en Venecia como Cristina da Pizzano, en Francia se convirtió en Christine de Pizan
En 1380, Carlos V murió y lo sucedió su hijo, Carlos VI, que apenas había cumplido once años. Francia se encontraba en plena guerra de los Cien Años y el país no podía ser dirigido por un niño. El gobierno fue confiado a los cuatro tíos del rey, que tenían que restituir el poder a su sobrino al cumplir los 14 años. Sin embargo, lo conservaron hasta que Carlos VI lo recuperó por la fuerza, con 21 años.
A las dificultades públicas se sumaron las de carácter privado. En efecto, Christine perdió en pocos años a su padre, que murió en 1387, y a su marido, que falleció en 1390 a causa de una epidemia. Con 25 años, Christine se encontró viuda, con tres hijos y una madre a los que cuidar. Sus hermanos no podían ayudarla, porque entretanto habían regresado a Italia. Las estrecheces económicas la sumieron en una situación casi desesperada. Parecía que la única solución posible para Christine era volverse a casar con un hombre que le aportara estabilidad.
Quizá pensaba que no sería feliz con otro que no fuera Étienne, o quizá no quería depender de nadie, pero eligió el camino menos convencional: el de enfrentarse por sí misma a la situación y hacer todo lo posible para asegurar el bienestar económico de su familia. «Tuve que convertirme en un hombre», escribió sobre su obligación de mantener a sus hijos y a su madre. Así, al cabo de poco tiempo se hizo cargo de un taller de escritura, un scriptorium, en el que supervisaba la labor de los maestros calígrafos, encuadernadores y miniaturistas.
A los 25 años, Christine se encontró viuda con una madre y tres hijos a los que cuidar y se hizo cargo de un taller de escritura y siguió escribiendo, tareas tradicionalmente encomendadas a los hombres
En su tiempo libre, sin embargo, seguía escribiendo. Consciente de que su situación era precaria, envió baladas y sonetos a todos los personajes influyentes de la época. Apreciados por todos los que los leían, sus textos le depararon jugosas recompensas por parte de sus patronos y se convirtieron pronto en su único sustento. En consecuencia, su producción literaria aumentó y su nombre se hizo famoso en toda Europa. En solo dos años compuso El libro de las cien baladas y recibió encargos de Felipe II de Borgoña y Juan de Valois, los hermanos del soberano, e incluso de la reina consorte Isabel de Baviera.
Por entonces, a principios de 1400, Christine participó en uno de los debates más célebres de la historia literaria francesa: la llamada Querelle de la Rose. El centro de la polémica era un largo poema alegórico, el Roman de la Rose, escrito casi un siglo antes y que en algunos pasajes relegaba a la mujer a objeto de deseo que servía sólo para complacer y satisfacer los instintos masculinos. Christine se convirtió en portavoz de las críticas a esta obra, lanzando así en la corte francesa un debate más general sobre la condición de la mujer y su igualdad con el hombre. En opinión de Christine, la inferioridad femenina en realidad no era natural, sino cultural. Si las mujeres quedaban relegadas a las cuatro paredes domésticas y no recibían educación, ¿cómo podían aspirar a los logros que conseguían los hombres?
Christine insistía en que las mujeres se veían limitadas por sus dificultades para acceder a la educación en igualdad con los hombres
LA CIUDAD DE LAS DAMAS
«Si fuera habitual mandar a las niñas a la escuela y enseñarles las ciencias con método, como se hace con los niños, aprenderían y entenderían las dificultades y las sutilezas de todas las artes y las ciencias tan bien como los hombres«, escribió Christine en el libro La ciudad de las damas (1405), quizá su obra más conocida. En esa obra, deseosa de demostrar que la falta de formación era el único límite del género femenino, creó una ciudad ficticia regida por Razón, Rectitud y Justicia, y habitada sólo por mujeres, damas no por su sangre sino por su espíritu noble.
Dentro de las murallas de esta «ciudad de las damas», Christine reunió a mujeres que, con su saber, su comportamiento o su fe, habían hecho contribuciones significativas al crecimiento y el desarrollo de la sociedad. Entre ellas estaban la poeta Safo; Dido y Semíramis, fundadoras de Cartago y Babilonia, o Lucrecia, la matrona romana que decidió suicidarse tras ser violada por el hijo del último rey etrusco de Roma. Guerreras, mártires, santas, poetas, científicas o reinas: Christine reunió a las mujeres de la historia y de la mitología en una ciudad para demostrar que la opresión del hombre era la única y verdadera causa de la inferioridad femenina. «No todos los hombres (sobre todo los más inteligentes) comparten la opinión de que es malo educar a las mujeres. Pero es cierto que muchos hombres estúpidos lo afirman, ya que no les gusta que las mujeres sepan más que ellos», sostenía.
ÚLTIMOS AÑOS
Christine escribió sin interrupción durante años, a menudo sobre el recuerdo de la juventud perdida y sobre la situación de las viudas, pero también sobre los cambios de la fortuna, la política y la sociedad. Entre las decenas de textos que produjo, firmó una biografía de Carlos V encargada por su hermano, Felipe de Borgoña. Pero la situación política no era nada prometedora. Enrique V de Inglaterra invadió Francia en 1415, y Christine, que por primera vez no se sentía segura en París, decidió dejar la ciudad. No se planteó abandonar su país adoptivo: aunque se definiera como italienne, alejarse de la tierra que la había acogido desde niña le parecía casi una traición. Así que prefirió refugiarse en un convento, probablemente en Poissy, donde años antes su hija había tomado los hábitos. Allí se quedó más de una década.
Cansada y profundamente afectada por la situación que estaba viviendo el país, dejó de escribir durante un largo período, y sólo interrumpió su silencio literario para escribir una obra religiosa y un poema sobre Juana de Arco, el único texto escrito mientras la doncella de Orleans aún vivía. «El sol volvió a brillar», escribió Christine a propósito de la irrupción de Juana en 1429. Ella, sin embargo, se extinguió al año siguiente.